I.- Es
común escuchar en ciertos ámbitos de las ciencias normativas, hablar de la
existencia del caso de gabinete. Con
dicha expresión, se encierra algo así como el paradigma o la quinta esencia de una
cuestión con la cual se ha querido prever una conducta, que se puede o no
producir; aunque en la mayoría de las veces, por ser de gabinete: es sólo
modélica.
En muchas
ocasiones hemos discutido con doctrinarios y jueces, algunas conductas públicas
o privadas con trascendencia pública de los magistrados, que bien pueden ser
nombradas como propias de las virtudes
judiciales y que como tal, muestran en su entorno esa delimitación que todo
ciudadano aspira ver reflejada en la judicatura. Son las virtudes judiciales, ese deber ser del cual tantas veces todos -jueces
y no jueces- nos angustiamos al advertir que magistrados no engalanan. Mediante
ellas –las virtudes- la sociedad civil sólo desea que los jueces escojan una
vida sana, aun cuando, no sea ella tampoco lo impoluta que pueda desearse.
Dichas
conversaciones nos han traído amarguras y también alegrías, en tiempos donde
todo parece fluir por el mismo resumidero –siguiendo a Z. Bauman- puede parecer
no muy templado decir, que el Juez Nacional Norberto Oyarbide ha sido con su
conducta: el caso de gabinete. Por
tal razón, no es su persona sino la tipicidad de su obrar el que vale.
Hemos
conocido por los diarios que ha comprado un hermoso anillo, valuado –según se
informa- en una suma que equivale a varios departamentos y que lo luce sin
pudor alguno y sin esconder tampoco, cuanto pagó por él.
II.- No es
mi preocupación indagar si ha tenido entre sus ahorros dinero suficiente para
adquirirlo, si ha tenido que poner en la fragua de fundición regalos de amigos,
parientes, conocidos o litigantes; pues de eso se ocupará el Consejo de la Magistratura Nacional
y la ley de ética pública.
El caso de gabinete se ubica en lo que
dentro de la ética judicial y los estudiosos de la deontología judicial se
nombra como ‘austeridad republicana’. Austero es quien se desenvuelve sin
ninguna clase de alarde y que siendo funcionario o magistrado, le corresponde
el adjetivo propio de dicha forma de gobierno. Dice con toda solvencia Santiago
Finn que bajo el sintagma ‘austeridad republicana’ se entienden ‘las conductas
referidas a la tenencia, uso, goce o exhibición de bienes de los funcionarios y
de los recursos puestos en sus manos deben tener cierta proporcionalidad o
adecuación con la situación económica del Estado al que pertenecen’.
El
cuestionamiento personal, que a tal virtud
judicial siempre formulamos se ha centrado en sostener, que si el juez puede demostrar
claramente que ha podido adquirir el bien de que se trate, con sus ahorros,
herencia o lotería y quiere pasearse en un Rolls-Royce como el que hemos visto
días pasados en Villa Carlos Paz, en el cual se movilizaba un hombre de la
farándula y del espectáculo: ¿pues porqué, no podría hacerlo?. Una tal tesis,
prima facie es digna de atención y es igualmente seductora.
III.- La ‘austeridad
republicana’ invita a que el juez -no quien precisa del público para poder
venderse mejor, porque ése es su oficio-, se muestre en todo tiempo y lugar
bajo un manto de probidad que como tal impone, que guarde un estilo de vida que
trasunte la habitualidad social además de la seriedad y honestidad que hace
confiable su labor judicial.
El
ciudadano puede confiar en los jueces, aun cuando no lo haga en la institución
integral Poder Judicial; sólo porque al menos en algunos de ellos, todavía
vislumbra aquél poder simbólico que hace que la figura inadvertida del juez se
perciba paradójicamente como totalizadora.
El juez no
es quien llama la atención por su automóvil, vestimenta u otros ornatos; sino
quien se visualiza por su prudencia, moderación, honorabilidad y decoro y que
nada tiene que ver ello, con un comportamiento propio de andrajoso; pues
tampoco eso ayudaría a fortalecer la
confianza pública.
La
república es un lugar de todos y la vida en común, exige a veces sacrificios
mayores para algunos que para otros; sin duda que quienes bien cobran por lo
que hacen, pueden vivir más confortablemente, pero ello no autoriza a mostrarse
excéntrico en los lucimientos personales de los afeites que artificialmente
pueda dotarse. Pues hacerlo, siembra inmediatamente la duda no sólo por el
origen de los fondos para lograrlo, sino por la natural perturbación que en el umbral
de concordia cívica con ello se propone.
Vuelve a
relucir que el ser y el aparecer son del mismo hombre: si se parece lo que no
se es, en realidad se es un impostor y quien siendo no ostenta, sólo se
disculpa en función de la austeridad republicana.
No hay comentarios:
Publicar un comentario