Los jueces y las conversaciones privadas de asuntos
públicos
Tener tratos
con un abogado sin que la contraria lo sepa es desafiar el principio de la
objetividad y coloca en grave crisis el sistema de Justicia.
Por Armando
S. Andruet (hijo)*
Uno de los aspectos que más conmueven hoy es la
posibilidad de encontrar información y de establecer comunicación con toda la
aldea global. Tal fenómeno no se limita ni por edades, clases sociales,
ocupaciones, ni por lugares geográficos o contenidos de difusión.
Las
diversas herramientas que se ofrecen han popularizado el concepto de redes
sociales, que suelen también ser utilizadas abusivamente. Así es que Facebook y
Twitter han permitido derrocar gobiernos autoritarios, pero también han
facilitado que pederastas coopten voluntades de niños.
El
mundo judicial ha mantenido su atavismo, y las vías comunicativas por estos
medios han sido de avance relativo, pero siempre en entornos procesales.
Obviamente,
los jueces, a título personal, socializan con tales instrumentos. Por ello,
hemos conocido de perforaciones a los cánones éticos que los jueces han
cometido por subir a su Facebook fotografías que exceden el decoro. Otros han
tenido que asumir responsabilidades éticas porque, en su blog, efectuaron
comentarios favorables a fotografías con registros sadomasoquistas y,
finalmente, otros, mediante Twitter, proponían venganza y castigo a
determinados grupos ideológicos.
Consecuencias
éticas. En esos casos, la
discusión moral estaba en conocer hasta dónde los actos privados de los jueces,
y que no pierden ese carácter por utilizar una red social, podían generarles
consecuencias éticas.
Al
respecto, pocas son las estructuras previstas que pueden colaborar para generar
criterios de ponderación frente a tal problema. Una la ofrece el Código de
Ética Judicial de Córdoba, en lo que se refiere al comportamiento exigido a los
jueces. Opera sobre los actos públicos y también sobre los privados con trascendencia
pública.
Los
poderes judiciales que no tienen esos instrumentos dejan absorbido ese capítulo
en la figura del decoro judicial. Esta inhibe al juez de ciertos
comportamientos cuando son ellos apreciados socialmente como no adecuados según
un hombre medio juzgaría.
Al
contrario, las comunicaciones de los jueces con los abogados cuando éstos
tienen pleitos pendientes en sus tribunales poseen criterios definidos.
Ello
se explica no ya por la afectación al decoro que la magistratura requiere para
asegurar la confianza pública, sino que se asienta en un instancia previa y
fundante de la práctica judicial: ser y mostrarse el juez como un sujeto
independiente e imparcial y que no ofrece ventaja a ninguno de los
contendientes.
Las
dos partes. La bilateralidad es
esencial a la buena práctica jurisdiccional. Con ello decimos que los jueces
tienen un rol activo y deben escuchar a las partes, y también expresarles
cuestiones de la vida del expediente, pero lo que no pueden hacer es cumplir
tal gestión aunque coloquial bajo subterfugio por no ser comunicada a la
contraria.
Hacerlo
así impulsa considerar alguna razón que no parece fácil de contemporizar en el
sistema y habilita atribuirlo a un exceso, una ingenuidad o inmoralidad.
Tener
tratos con un abogado sin que la contraria lo conozca es desafiar el principio
de la objetividad y coloca en grave crisis el sistema de Justicia. Por ello,
los códigos de ética judicial, en general, indican que ante la requisitoria de
una audiencia solicitada por una de las partes, debe ser convocada la
contraria, o en su defecto, hacerle conocer del tenor de lo considerado.
Sin
embargo, como en todas las cosas, existe una prudencia en la acción y otra en
la merituación de las prácticas. Hay cuestiones graves y otras no tanto, y por
ello, la escala ponderativa del reproche ético deberá hacerse en tal marco. Las
buenas relaciones entre jueces y abogados siempre tienen un valladar.
Episodio grave. Días atrás,
fueron públicamente conocidos un conjunto de 196 textos enviados desde el teléfono
móvil del juez nacional Daniel Rafecas por sistema de WhatsApp –y que han sido reconocidos– al
abogado defensor de quien es investigado por el tribunal y que, a la sazón,
parece involucrar al vicepresidente de la República, Armando Boudou.
En
dichos textos, se comentaba –según la información periodística– sobre el avance
de la causa, se brindaban algunos pronósticos y se sugerían ciertas
realizaciones. Todo ello, posibilitado por una relación estrecha de amistad no
desconocida entre el juez y el nombrado defensor.
A
nuestro parecer, el episodio es de una inusitada gravedad, sólo explicable
prima facie –en alguien que no aparenta ser, para quienes lo conocen y tampoco
para nosotros, una mala persona– como un desafortunado acto de imprudencia,
porque en realidad el quiebre en la objetividad, a pesar de ser el episodio de
una evidente ingenuidad, resulta público y notorio.
Apreciamos
de cualquier modo que si el caso, por la trascendencia político-institucional
que tiene, concluyera en un desafortunado desliz del juez sin advertir su
intrínseca entidad, se vendrá a prohijar, ante el primer infortunio de
ingenuidad del juez, un segundo desatino ético, por no afirmar el defecto que
implícitamente tiene.
Confianza
pública. Los abogados, aunque no
deben, pueden utilizar artificios mañosos y licuar amistades añosas como ésta
en pocos minutos, pero es el sistema quien no puede devolver con una moneda de
igual valor a la sociedad frente a lo sucedido.
Flaco
favor se haría a la confianza pública si, para cuidar la integridad de la
investigación en curso, se mantuviera al juez porque, con ello, se estaría
asegurando que los restantes jueces son confiables para dicha preservación
objetiva, y ello es infinitamente más grave.
Objetivamente,
el juez hizo lo indebido: su amistad y confianza con el abogado del investigado
lo habilitaron –según parece– a intercambiar informaciones, pero, cruzando con
ello una frontera en la cual las arenas son movedizas, acorde con los intereses
puestos en su superficie y, a veces, son ellos los que imponen que quien por
dichas arenas deambula pueda quedar absorbido.
La
victoria pírrica del denunciante frente al apartamiento del juez Rafecas se
consolida también porque ha dejado comprometidos aspectos que no podrán ser
desconocidos luego y, con ello, al fin de cuentas, el desatino del juez
concluye en una cooperación material al descubrimiento de la verdad del asunto,
que debe ser apreciada positivamente.
Es
lamentable y doloroso para la vida judicial que el juez nacional Daniel Rafecas
–de quien dicen los que lo han tratado que es un hombre serio y honesto,
empeñoso y estudioso, y por lo que de él nosotros conocemos así lo suscribimos–
haya defeccionado tan infantilmente, pero es así.
Vuelve
a aparecer, al final de esta historia, una cuestión principal: el ejercicio de
la judicatura exige que los jueces incorporen, en forma activa, en el
abecedario de la vida judicial de hoy, que el concepto de ingenuidad no puede
ser atributivo de comportamiento alguno.
Este
texto fue escrito antes de conocerse la resolución de la Cámara Federal
porteña de apartar al juez Daniel Rafecas del denominado caso Ciccone.
Episodio grave. Días atrás, fueron públicamente conocidos un conjunto de 196 textos enviados desde el teléfono móvil del juez nacional Daniel Rafecas por sistema de WhatsApp –y que han sido reconocidos– al abogado defensor de quien es investigado por el tribunal y que, a la sazón, parece involucrar al vicepresidente de la República, Armando Boudou.
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