Las decisiones judiciales inteligibles, claras y concisas se compadecen mejor con la perspectiva de la ética judicial

Hemos señalado en una entrega anterior que se aprobaron dos dictámenes muy importantes en la pasada 18ª Reunión Ordinaria de la Comisión Iberoamericana de Ética Judicial, en Santo Domingo (República Dominicana), en los días 20 y 21 de febrero, cuando tuve, por la generosidad del secretario Ejecutivo y de los comisionados, la posibilidad de participar como experto en los temas de ética judicial. Los dictámenes llevan los números 22 y 23.
Nos hemos ocupado ya del segundo de ellos. Ahora haremos lo propio con el N° 22, que lleva por título «El deber ético de justificar de forma breve y concisa las decisiones judiciales», de fecha 20/2/23, del que fue ponente el comisionado por Colombia, Octavio A. Tejeiro Duque.
Resultó muy grato haber escuchado en las conversaciones previas a la discusión del presente dictamen la coincidencia de los diferentes comisionados de países próximos o lejanos del nuestro, por ejemplo Brasil y Portugal. Tenían ellos una notable coincidencia acerca de la hipertrofia que los textos judiciales decisionales han tomado en los últimos años. Con ello, queda a la vista que no resulta ser un problema nacional sino que es propiamente resultado de una matriz endémica y regional de Iberoamérica.
Por ello es que la Comisión Iberoamericana de Ética Judicial (CIEJ) aborda la cuestión con una delicada destreza, y para ser consecuente ella misma, con su dictamen -no se nos escapa y nos animamos a decir- es quizás éste el documento más breve comparativamente con todos los otros.
Antes de hacer las glosas que estimo adecuadas al excelente resultado que la CIEJ ha elaborado, no puedo dejar de reflexionar acerca de la etiología de la maximización cuantitativa de la discursividad judicial producida, al menos, en las últimas dos décadas. Seguro que ello no se trata de una sola y excluyente causalidad sino que hay que hablar de un fenómeno multicausal. Sin embargo, creemos también que una de las causas más activas para dicha situación puede estar vinculada con la cada vez más marcada relación que existe entre quienes ocupan la judicatura y, a la vez, cumplen una plaza académica en alguno de los escaños de dicha carrera.
Tal duplicidad de función -completamente compatible, dígase al paso- hace que a veces el mismo actor -juez o jueza y profesor o profesora- pierda la dimensión de los diferentes escenarios y auditorios para los cuales está ensayando su respuesta técnica, y en esa confusión de roles tienda a hacer prevalecer el rol que resulta más explicativo y discursivo, y por lo tanto extenso, como es el académico.
A veces también por ello se torna enmarañado por la diversidad de aristas que son puestas en análisis, con lo que se opaca la perspectiva más austera, precisa y compacta que se corresponde de mejor modo con el afán de claridad para la práctica judicial. Afirmo esto no atribuyéndole dicha realización a otros jueces y juezas sino colocándome a título personal en dicha posición, reflexionando que seguramente durante mis años de juez de cámara o del Tribunal Superior de Justicia, no siempre supe (pude o quise) visualizar adecuadamente.
Así, los roles académicos de aspirar a presentar todas las variables posibles de un determinado suceso terminaban por modelar, desde lejos, una construcción sentencial que en alguna medida transitaba surcos que no a todos les interesaban. Se podía traer confusión al entendimiento corriente y natural cuando habilitaban la promoción de espacios indebidos de recurribilidad como dislate procesal al no haber sido lo adecuadamente escuetos que correspondía.
Sin embargo, tampoco se puede dejar de señalar otro aspecto de la nombrada multicausalidad de lo que nos animamos a nombrar como «la macrocultura de la discursividad judicial», que se vincula con un evento tecnológico y con otro, de nuevo, académico. Me referiré sólo al primero; para el restante importa adentrarse en el efecto en la cultura judicial de las teorías de la argumentación, lo que sería extenso ahora.
Así, señalo que el desarrollo tecnológico no es del tiempo presente sino que se corresponde con nuestra contemporaneidad. Por lo tanto, es de las últimas décadas; en particular, cuando el procesador de textos terminó por sustituir la máquina de escribir eléctrica y encontró como complemento central poder acceder a fuentes de información jurídica digitalizadas.
Con ello, también a la polifacética variedad de acciones ontológicamente relacionadas con las acciones de «copiar y pegar textos». Ello brindó a las decisiones judiciales un volumen inusitado. Había jueces, todos lo recordamos, que en forma expuesta y sin mediar análisis de ningún tipo copiaban páginas y páginas de libros, que no sólo todos conocían sino que resultaban intrascendentes para la centralidad del problema que se tenía en marras.
Como también recordamos que muchas resoluciones judiciales pasaron a ser pequeñas monografías de algún tema y que, si bien eran útiles para conocer con exhaustividad la materia que correspondía al caso, bien podía ser entendido ello como un cierto despliegue de exposición de la erudición del magistrado/a y secundariamente del derecho acordado a quien triunfa.
Seguramente existen más explicaciones que nos sitúan en el estado actual del tópico y que el dictamen N° 22 materializa, pero las dichas son suficientes para abonar las indicaciones de buenas prácticas, al que el instrumento de la CIEJ apunta.
También me parece importante señalar que advierto de una continuidad temática que los comisionados han tenido entre los últimos dictámenes en relación con el mismo proceso de escritura de la sentencia judicial y que, como bien conocemos, en ocasión alguna puede sugerir siquiera orientación respecto a sesgos de definiciones que se habrán de tomar, pero sí en orden a la fenomenología de la resolución.
Así fue como el dictamen N° 21, titulado «La motivación y el lenguaje de las resoluciones judiciales desde un punto de vista ético», tiene su eje en la misma motivación de las sentencias. En dicho documento se muestra la razón por la que el mismo Código Iberoamericano se ocupa de una cuestión que a veces parece más vinculada con lo procesal y técnico, pero que a la vez no puede ser desmembrada de lo ético, para lo cual la existencia genérica de una motivación clara resulta suficiente piedra de toque.
De igual manera, en aquel dictamen 21 se aborda una materia colindante con la claridad resolutiva y la motivación que la promueve -como es la facilidad de su lectura por el ciudadano-, que permita predicar que ella profesa «lenguaje claro» y, en ciertas situaciones especialmente en orden a personas en estado de vulnerabilidad, también resulta de «lectura fácil».
Tales aspectos -claridad motivacional, lenguaje claro y lectura fácil- son variables recompuestas ahora bajo otras consideraciones aunque con igual télesis, como es la concisión de la resolución. Que no es mera economía de vocabulario sino fortalecer la calidad sobre lo cual se discurre. De esa forma, promover en el auditorio de la resolución, que ésta pueda entenderse sin mediación técnica -en términos generales-.
Señala expresamente el dictamen N° 23 que, con ello, hay una satisfacción de un derecho todavía no suficientemente explorado, como es «el derecho a comprender».
Naturalmente, no siempre la concisión de la resolución puede ser alcanzada puesto que ella está apalancada por la necesidad de satisfacer la misma exigencia motivacional que la resolución requiere. Existe entonces una tensión que sólo la experticia sin egos de por medio del sentenciante (arg. art. 60 Cód. Ib.) llevará al mejor resultado de ambas exigencias: una cuantitativa y otra cualitativa, que se tienen que dar cita con simultaneidad.
Ningún juez/a podría señalar que procedió con falta de motivación impuesto por la concisión y brevedad. Ambas cosas son igualmente requeridas en el mismo texto del Código Iberoamericano (art. 27).
Valga recordar a Plinio el Joven (Ep. 7, 18, 15): “Conviene que seamos breves en la medida de lo posible”.
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