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sábado, 7 de julio de 2012

EN TORNO A LAS VIRTUDES JUDICIALES

EL CASO DE GABINETE:  JUEZ NORBERTO OYARBIDE

I.- Es común escuchar en ciertos ámbitos de las ciencias normativas, hablar de la existencia del caso de gabinete. Con dicha expresión, se encierra algo así como el paradigma o la quinta esencia de una cuestión con la cual se ha querido prever una conducta, que se puede o no producir; aunque en la mayoría de las veces, por ser de gabinete: es sólo modélica.

En muchas ocasiones hemos discutido con doctrinarios y jueces, algunas conductas públicas o privadas con trascendencia pública de los magistrados, que bien pueden ser nombradas como propias de las virtudes judiciales y que como tal, muestran en su entorno esa delimitación que todo ciudadano aspira ver reflejada en la judicatura. Son las virtudes judiciales, ese deber ser del cual tantas veces todos -jueces y no jueces- nos angustiamos al advertir que magistrados no engalanan. Mediante ellas –las virtudes- la sociedad civil sólo desea que los jueces escojan una vida sana, aun cuando, no sea ella tampoco lo impoluta que pueda desearse.

Dichas conversaciones nos han traído amarguras y también alegrías, en tiempos donde todo parece fluir por el mismo resumidero –siguiendo a Z. Bauman- puede parecer no muy templado decir, que el Juez Nacional Norberto Oyarbide ha sido con su conducta: el caso de gabinete. Por tal razón, no es su persona sino la tipicidad de su obrar el que vale.

Hemos conocido por los diarios que ha comprado un hermoso anillo, valuado –según se informa- en una suma que equivale a varios departamentos y que lo luce sin pudor alguno y sin esconder tampoco, cuanto pagó por él.

II.- No es mi preocupación indagar si ha tenido entre sus ahorros dinero suficiente para adquirirlo, si ha tenido que poner en la fragua de fundición regalos de amigos, parientes, conocidos o litigantes; pues de eso se ocupará el Consejo de la Magistratura Nacional y la ley de ética pública.

El caso de gabinete se ubica en lo que dentro de la ética judicial y los estudiosos de la deontología judicial se nombra como ‘austeridad republicana’. Austero es quien se desenvuelve sin ninguna clase de alarde y que siendo funcionario o magistrado, le corresponde el adjetivo propio de dicha forma de gobierno. Dice con toda solvencia Santiago Finn que bajo el sintagma ‘austeridad republicana’ se entienden ‘las conductas referidas a la tenencia, uso, goce o exhibición de bienes de los funcionarios y de los recursos puestos en sus manos deben tener cierta proporcionalidad o adecuación con la situación económica del Estado al que pertenecen’. 

El cuestionamiento personal, que a tal virtud judicial siempre formulamos se ha centrado  en sostener, que si el juez puede demostrar claramente que ha podido adquirir el bien de que se trate, con sus ahorros, herencia o lotería y quiere pasearse en un Rolls-Royce como el que hemos visto días pasados en Villa Carlos Paz, en el cual se movilizaba un hombre de la farándula y del espectáculo: ¿pues porqué, no podría hacerlo?. Una tal tesis, prima facie es digna de atención y es igualmente seductora.

III.- La ‘austeridad republicana’ invita a que el juez -no quien precisa del público para poder venderse mejor, porque ése es su oficio-, se muestre en todo tiempo y lugar bajo un manto de probidad que como tal impone, que guarde un estilo de vida que trasunte la habitualidad social además de la seriedad y honestidad que hace confiable su labor judicial.

El ciudadano puede confiar en los jueces, aun cuando no lo haga en la institución integral Poder Judicial; sólo porque al menos en algunos de ellos, todavía vislumbra aquél poder simbólico que hace que la figura inadvertida del juez se perciba paradójicamente como totalizadora.

El juez no es quien llama la atención por su automóvil, vestimenta u otros ornatos; sino quien se visualiza por su prudencia, moderación, honorabilidad y decoro y que nada tiene que ver ello, con un comportamiento propio de andrajoso; pues tampoco eso  ayudaría a fortalecer la confianza pública.

La república es un lugar de todos y la vida en común, exige a veces sacrificios mayores para algunos que para otros; sin duda que quienes bien cobran por lo que hacen, pueden vivir más confortablemente, pero ello no autoriza a mostrarse excéntrico en los lucimientos personales de los afeites que artificialmente pueda dotarse. Pues hacerlo, siembra inmediatamente la duda no sólo por el origen de los fondos para lograrlo, sino por la natural perturbación que en el umbral de concordia cívica con ello se propone.

Vuelve a relucir que el ser y el aparecer son del mismo hombre: si se parece lo que no se es, en realidad se es un impostor y quien siendo no ostenta, sólo se disculpa en función de la austeridad republicana.   

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