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domingo, 28 de diciembre de 2008

CONSUMO DE ESTUPEFACIENTES Y BIEN COMUN

Consumo Personal de Estupefacientes y Despenalización

I.- Acerca del consumo de estupefacientes

En cuanto concierne a la despenalización de los estupefacientes[1], inicialmente queremos alertar respecto a dos cuestiones importantes para que no se considere nuestro parecer, propio de una mentalidad conservadora y retrógrada, que se cierra a los espacios de crecimiento o cuestiones de ese tipo.

Recientemente hemos tenido conocimiento que según resulta del ‘Informe Mundial sobre las Drogas 2006’ de la ONU, el cannabis es la droga ilícita de la que más se abusa en el mundo; como así también que la edad de inicio en la drogadicción, generalmente por el consumo de marihuana, ha descendido de los 15 a los 13 años. A ello podemos agregar, que una muestra reciente en siete Facultades argentinas, demuestra que el 12% de los universitarios estiman que es más perjudicial un cigarrillo de tabaco que otro de hierba de cannabis y por ello, el 19% de los mismos dice haberlo fumado.

Finalmente no se nos escapa y tal como se suele apuntar un poco precipitadamente, que el consumo está despenalizado en una sociedad como la holandesa y que sin embargo, ello no ha traído consecuencias disvaliosas. Frente a esto último hay que destacar, que habría que considerar en detalle las consecuencias reales y no aparentes de la mencionada libertad en el consumo de estupefacientes; de cualquier manera se impone apuntar que en modo alguno, en Holanda se puede fumar acaso marihuana en donde a uno le viene bien, pues sólo es posible hacerlo públicamente, en los lugares que legalmente están previstos para ello y bajo estrictas reglas de cumplimiento efectivo y no meramente discursivas ellas.

Tal aspecto les importa mucho de marcar a las autoridades de dicho país, con lo cual está claro que la mencionada conducta no les resulta ni tan común, corriente o aceptable; así fue como la Cancillería de los Países Bajos –según información periodística- destaca “que la venta de todo tipo de drogas es punible” y que “con la existencia de lugares controlados para la venta de cannabis se aspira a una separación de mercados, con el fin de evitar que los usuarios de cannabis entren en contacto con ambientes donde se consumen drogas duras”[2].

Tal como se puede apreciar en el proyecto de reforma del código penal -por este tiempo detenida-, no existe restricción de ningún tipo y por lo tanto, aun cuando se quisiera favorecer a los mencionados proyectos de vida de personas drogadictas, al menos se debería tender a preservar lo más posible la ya deteriorada salud que por opción individual dichas personas padecen.

En este marco se insiste en considerar, que las consecuencias operativas de la punición del consumo de estupefacientes aumenta en lugar de prevenir o reducir el mencionado uso personal; y que la persona no merece una sanción penal sino un tratamiento de desintoxicación y reinserción social libre de drogas. Se consolida de esta forma la tesis, que dice que la punición del consumo es funcional al narcotráfico puesto que se asienta la política criminal en tales sujetos y no en quienes son los verdaderos autores de dicho flagelo como son productores e intermediarios.

II.- Las respuestas negativas a la despenalización de los estupefacientes

En el mencionado marco reflexivo, corresponde destacar que todo ordenamiento jurídico impone una cuota de violencia, porque restringe la libertad de los ciudadanos; ello es casi un axioma de la vida civil y política debidamente organizada. De allí, el costo que lo social hace pagar al derecho de los ciudadanos, es a veces, interfiriendo en los propios proyectos de vida que los mismos para sí tienen[3].

Desde esta mirada, y con independencia de cualquier discurso libertario, resulta que los derechos de los ciudadanos no son absolutos y no toda proyección vital es tolerada socialmente. Cuando las conductas personales han dejado de ser autoreferentes, porque lesionan al mismo bien común, los bienes particulares ceden y se debilitan; porque nunca, los proyectos de vida contingentes e individuales podrán ser superiores a los proyectos de vida necesarios y globales de toda una comunidad política.

En dicho contexto, despenalizar el consumo de estupefacientes, como las tareas de siembra, cultivo, guarda y preparación de ellos; deviene a esta altura del conocimiento del flagelo mundial que es la drogadicción, en una afirmación que ondula entre la ingenuidad y la malignidad. Ficcionar que quien consume se daña a sí mismo y que por lo tanto, no se lo puede castigar, siguiendo así el derrotero utilitario de Stuart Mill[4], además de lo dicho, es ingresar en colisión con otras exigencias primarias que al propio Estado le corresponden, como es, el de brindar prestacionalmente el derecho a la salud a los habitantes y la asistencia sanitaria al enfermo. Enfermo que en la ocasión, estaría por una parte alentado y tolerado por el Estado y luego por otra, impuesto de rehabilitar. Huelga la contradicción.

Estamos frente a una enfermedad adictiva, que irradia sus consecuencias en manera ostensible a toda la estructura social. No se trata de una enfermedad para decirlo con Susan Sontag: de nobleza romántica[5]; se conoce acabadamente que es una patología que degrada totalmente al consumidor, porque no reconoce los límites de la propia voluntad del adicto. Basta para ello preguntar al padre, hermano, hijo, esposo, amigo de un consumidor de estupefacientes, si acaso la afectación que dicha droga le genera, considera que le afecta sólo en lo individual a él y no irradia o propaga su malestar a los otros contornos de la vida social, estudiantil, laboral, profesional y afectiva. La respuesta honesta y no interesada es contundente.

De todas maneras también debemos puntualizar, que en manera alguna el hecho de que no sea punible el consumo de estupefacientes para uso personal; deja abierta una cantidad infinita de posibilidades para que los juzgadores terminen desincriminando o no el consumo, acorde a la propia contextura física del adicto, como al mismo estado de dependencia que con la droga el nombrado tenga. De tal manera, la noción de autonomía que aparece como esencial a la hora de formular proyectos de vida autoreferenciales y en el proyecto de código atendidos favorablemente, se ve cuestionada. Ello es así, porque un tercero como será un perito médico, será quien juzgue, si el consumo de estupefacientes que la persona dice que habrá de ser para consumo personal en realidad lo es, o simplemente excede ello y por lo tanto, deviene punible el acto. Luego entonces el acto que por esta circunstancia puede dejar de ser autoreferente en rigor no lo ha sido nunca.

Ello es así, puesto que resulta una obviedad considerar que quien tiene un peso superior a los cien kilos habrá de tener una tolerancia mayor a dicha droga, como a la vez, que quien tiene ya suficientemente iniciado el camino en el mencionado vicio ilícito, habrá de requerir progresivamente una dosis mayor; si no fuera así, las drogas en cuestión no tendrían demostradas en el caso concreto la capacidad toxicomanígena y que en el ámbito de ciertos Tribunales, ha sido lo que ha orientado el voto favorable por la despenalización[6].

En realidad y sin ingresar a la discusión de la dogmática penal, lo que parece de bastante sentido común y por lo tanto, no despreciable desde ninguna perspectiva jurídico penal es que, si las mencionadas drogas generan adición y está demostrado harto suficientemente que lenitivamente van horadando la misma estructura psicológica del consumidor, el no sancionar penalmente a quien consume porque -hic et nunc- esa cantidad en concreto no alcanza para dañarlo, mas cuando ese mismo supuesto aislado resulta puesto en una situación de continuidad –como generalmente habrá de ocurrir-, se apreciaría irremediablemente que un razonamiento con tal matriz esconde una notoria falacia de petición de principios.

De cualquier modo, aun cuando sólo afectara al sujeto que se droga, no se puede desconocer, que la misma Constitución Nacional, si bien alienta y permite la diversidad de proyectos de vida de los ciudadanos; todos ellos deben ser conjugados a la luz de una idéntica hermenéutica como es la signada en el propio preámbulo de la Carta Magna, como es la de ‘promover el bienestar general’, que se vería afectado mortalmente, porque desde la misma ley penal madre, se autoriza a que el ciudadano se enferme y degrade[7].

Así las cosas, la ley posibilitaría una práctica sitiada en las antípodas de un verdadero estado constitucional y democrático de derecho, el cual quiere ciudadanos libres y sanos, suficientemente realizadores de los proyectos personales de vida, pero que aun desde la diversidad, confrontación o disenso, terminen contribuyendo al bien común.

Por otra parte no se puede dejar de considerar, que el hecho de que durante mucho tiempo se haya puesto en grado de evidencia la poca o nula aptitud del Estado para tener una política de persecución criminal respecto a quienes producen y comercializan estupefacientes y que por lo tanto, resulte operativa sólo para quienes lo consumen, por ser ellos más expuestos y débiles en dicho proceso; en rigor no es un argumento que pueda ser sostenido con suficiencia para desincriminar el consumo de estupefacientes.

En todo caso, debería ser dicho marco de la realidad un acicate suficientemente poderoso para organizar una política de persecución penal que resulte eficiente en todos los niveles. Pero desincriminar sobre el oscuro argumento que con ello, se habrá de poder ocupar mejor el Estado de perseguir a quienes están en la producción y en la comercialización es como buscar el premio consuelo de una campaña absolutamente perdidosa del Estado; quien para intentar ser eficaz en su obligación, abandona a su suerte –que efectivamente se conoce que no habrá de ser buena- a un conjunto de ciudadanos a quienes bajo el ropaje de máxima tolerancia a sus tristes proyectos de vida, se los condena a un incuestionable ostracismo social venidero criminalizado o no.

Una sociedad civil de enfermos drogadictos, alentados por la tolerancia pasiva del Estado, no parece ser, el síntoma que muchos esperamos como ciudadanos comprometidos en la misma República.


[1] Corresponde recordar que el tema ha sido ya claramente introducido en la jurisprudencia nacional desde hace bastante tiempo, así la propia C.S.J.N. in re ‘Gustavo Mario Basterrica – Alejandro Carlos Capalbo’ (Fallos 308:1392) se mostró proclive a tal posición; que luego fue abandonada a partir del precedente ‘Ernesto Alfredo Montalvo’ (Fallos 313:1333). En la actualidad el estado de la jurisprudencia no parece estar completamente definido, una buena lectura demarcatoria de las posiciones en tal sentido puede ser lograda en Calvete, F.; ¿Puede haber delito sin afectación potencial del bien jurídico? en Suplemento La Ley Penal y Procesal Penal del 30.VI.06, pág. 18 y ss.

[2] Vide Diario La Nación del día 15.V.06 en nota intitulada “Marihuana: preocupa la tolerancia social”.

[3] Hemos desarrollado con cuidado los ejes de dicha tesis en Libertad, violencia y derecho: Un encuentro desde la autonomía personal y la realización democrática en Revista Foro de Córdoba Nº 100 (2005), pág. 17 y ss.

[4] Bien vale recordar que el autor inglés escribía: “Nadie puede ser obligado por ley a realizar o no determinados actos porque eso fuera mejor para él, porque lo hiciera más feliz, o porque, en opinión de los demás, resultase más prudente o justo actuar de esa manera. Todas esas son buenas razones para disentir de él, razonarlas con él, convencerlo suplicarle con insistencia, pero no suficientes como para obligarle o causarle algún perjuicio en caso de que actúe de manera diferente. Sólo la prevención del daño que pudiera causar a un semejante serviría como justificación para el hecho de tratar de disuadirlo de una determinada conducta” (Mill, S.; Sobre la libertad, Madrid, Edaf, 2004, pág. 52).

[5]Susan Sotang recuerda que “En general, y quizás porque la depresión, tan poco romántica, ha desplazado la idea romántica de melancolía, el cáncer, al contrario de la tuberculosis, es impropio de una personalidad romántica” (La enfermedad y sus metáforas y el sida y sus metáforas, Bs.As., Taurus, 1996, pág. 55).

[6] Apuntamos en este sentido el argumento de la Dra. Angela E. Ledesma –en minoría-, integrando la Cámara Nacional de Casación Penal in re ‘Burgos, Miguel A. s/rec. de casación, que puede ser consultado en Suplemento La Ley Penal y Procesal Penal, Marzo de 2006, pág. 55 y ss.

[7] En igual sentido se puede consultar Rueda, L.; Narcotráfico y derecho positivo, Córdoba, Advocatus, 2003, pág. 61.

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